No, si lo mejor de todo era ir a la casa de mi bisabuela. La casa de Felisa tenía algo mágico, aunque pasados más de 30 años aun no pueda precisar en qué radicaba, donde estaba el punto neurálgico de aquel lugar inolvidable: Si en la belleza inconmensurable de su rostro a los 87 años, si en lo rubio de su “tomate”que contrastaba con el plata del resto de su cabello, si en aquél patio techado y con suficiente luz para las plantas y los canarios, si se trataba de los canarios, esos pajarillos tan diminutos que tenía la tía Irma y que además cantaban de buen ánimo, con un sonido tan lúdico y gracioso. O si el aroma de aquellas flores, que no llegaban ni a rojo ni a rosa, o en la diversidad de los colores de sus pétalos, que mi abuelo me había mostrado muy niña, y que eran un verdadero regalo en medio de una ciudad situada en pleno desierto. No tengo claro si la magia residía en aquél carrito de bebés con muñeca incluida, todo un pack de los años 50 ó 60 que llegaban a mis manos por obra y gracia de ella, mi bisabuela. Tal vez no era el pack en sí mismo, sino la posibilidad de pasear con él por la casa, jugando a ser una señora que se perdía en medio de la ciudad y que le preguntaba a Felisa cómo llegar a destino, mientras ella me miraba divertida seguir con el carrito de bebés mientras imitaba el ruido de un microbús.
A veces, en todo caso quito de en medio todas estas posibilidades, porque me inclino a creer que el punto era aquél artilugio fabuloso: La mecedora, la mecedora blanca, de madera, con los cojines color beige y estampados de cañitas, que a mis 5, 6 y 7 años fueron la delicia de mis visitas a aquella casa de la calle Luis Mancilla. Felisa lo sabía, siempre lo supo, por eso a veces se cambiaba a la mecedora de Carlos Moberg, un hombre de más de 70 años que conservaba su gran estatura y aspecto rubicundo y macizo de hijo de ingleses que, por causas que jamás sabré, había conquistado el científico corazón de mi tía Guille que, a su vez, era sólo un poco menor que mi abuelo, que al ser el hijo mayor de Felisa, me había regalado al nacer, la incalculable fortuna de ser su bisnieta.
De la mano de Felisa aprendí los secretos del crochet, cuando ella tenía 92 años bien cumplidos y yo 12: he allí una de las herencias más preciadas de mi vida.
Ir a la casa de mi bisabuela siguió siendo lo mejor hasta mis 18, ocasión en que me tomé la primera y última foto junto a ella, que acababa de cumplir los 100, y sigo estado segura que, en ese preciso instante, era la mujer más hermosa que mi ciudad natal había albergado a lo largo de su historia.
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