Era bastante tarde. Me quedé
entre cervecitas y poemas y discusiones con un par de amigas en El Quijote.
Terminada la “Chela poética” un evento literario muy entretenido, mis amigas me
fueron a dejar al paradero y ¡Milagro! Encontré colectivo a la Bicentenario. Ya
lo “ubicaba”. Un colectivero con mal gusto musical, que suele invadir a los
pasajeros a punta de misógino reggaetón, pero yendo a Vista Bella se siente una
vulnerada y desarmada para pedir cosas como que bajen el volumen o cambien una
música francamente ofensiva. Ir a la Vista Bella es hoy por hoy, casi mendigar
por llegar allí, esperar un sujeto con “buena voluntad”, sin que nadie se
responsabilice de ello.
Sucede que sólo tenía $10.000. No
había más en mi billetera. Asumiendo que pasado la medianoche los colectivos
tienen cambio, no me preocupé. El sujeto que conducía me dijo que no tenía
vuelto. Yo me disculpé, diciéndole que asumía que por la hora no habría
problema con el billete. El tipo aceleró bastante por Benavente y me dejó
frente a la Botillería Julín “Aquí la dejo para que cambie”. Pensé que me
dejaría cambiar para pagarle y me esperaría un minuto. Ni por un segundo se me
pasó por la cabeza que ocurriría lo que ocurrió. El tipo arrancó a una
velocidad de carrera y me dejó sola, a las 2:30 de la madrugada. Una actuación llena de sentido
común y solidaridad digna de la que suele lucir el país para la Teletón. No
tardé más de 30 segundos en cambiar y no dejo de pensar que no habría retrasado
a ese “señor” más de ese tiempo. Hasta los borrachitos aglutinados a la puerta
de la Botillería se condolieron más por mi que un sujeto que se supone que
estaba “en pleno uso de sus facultades”.
Me devolví caminando por
Benavente, sin atreverme a llamar un taxi para no quedarme allí
esperando y prolongando mi situación de inseguridad. Cuando ya casi llegaba a
Tocopilla, me encontré con un egresado del sistema penal de Ovalle con el que
trabajé cuando me desempeñaba en el CDP, ejecutando el proyecto de prevención
de Reincidencia Delictual. Omitiré su nombre porque no hay nada que quiera
menos que perjudicarlo. Había rehecho su vida, le estaba yendo bien, esperaba
que le entregaran una pizza o algo así. Sin tardanza se ofreció a traerme y me
trajo a casa. Por supuesto no me cobró un peso. Conversamos sobre su actual
trabajo y el mío, nos comentamos “las noticias” de casi 13 años. Sus modos no
habían cambiado: Siempre cordial, respetuoso, solidario, correcto.
Toda una lección.
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